El murmullo del acero - Sofía Isabel Pardo Rodríguez, 1º ESO A

 La cocina estaba sumida en una penumbra que parecía respirar.

No era la oscuridad común de una casa dormida, sino un manto vivo, saturado de humedad, que se arrastraba como un animal invisible entre los azulejos quebrados.


En el centro, sobre una mesa de madera carcomida por el tiempo, se erguía una licuadora antigua.

De vidrio grueso, pesado, coronado por una tapa ennegrecida por los años, poseía un brillo opaco, casi enfermizo, como si en lugar de reflejar la luz, la devorara.

Sus cuchillas descansaban en el fondo del vaso como colmillos en acecho, con la paciencia cruel de los depredadores que no necesitan moverse para inspirar miedo.


No era un objeto cualquiera.

Desde el día en que la abuela murió junto a ella —con los ojos abiertos, secos, como si contemplara aún un horror que nadie más pudo ver—, la máquina jamás volvió al silencio verdadero.

Incluso apagada, incluso sin corriente, dejaba escapar un zumbido grave, subterráneo, semejante al lamento de un insecto atrapado entre muros de acero.


Quien osaba acercarse demasiado sentía la piel erizarse como si un viento helado lo rozara.

Y cuando la mirada caía en el vaso de cristal… el reflejo no devolvía su rostro, sino otro: un semblante distorsionado, sin color, con la boca abierta en un grito perpetuo.


Las muertes llegaron como rumores primero, y como certezas después.

Un niño hallado con la mano reducida a cintas de carne, aunque nadie recordaba haberla encendido.

Una mujer desaparecida, cuyo cuerpo apareció triturado en el interior del vaso, reducido a una masa espesa, aún tibia.

Un anciano que, al probar suerte con el interruptor, escuchó un chillido insoportable: un alarido tan agudo que su cráneo resonó hasta estallar.


El pueblo, supersticioso y miedoso, le dio un nombre: La Devora-almas.

Porque lo que arrancaba no eran cuerpos solamente, sino memorias.

Las víctimas se desvanecían del recuerdo de los vivos, borradas de fotografías, de cartas, de la propia memoria de sus seres queridos, como si jamás hubieran habitado el mundo.


La casa fue cerrada, tapiada, condenada al olvido.

Pero aún hoy, cuentan los más viejos, si pasas frente a sus ventanas en la hora más densa de la noche, escucharás ese murmullo de acero y motor, constante, grave, persistente.

Y si eres tan imprudente como para mirar dentro… quizá veas tu propio rostro aguardando, ya sin vida, a que la cuchilla lo convierta en silencio.


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