XIV: Delirios De Un Dios Capítulo II: El Emisario De Londres



El plan era sencillo. El buhonero llegaba al pueblo cada viernes por la noche de la semana con nuevas y regalos para todos (entiéndase por regalos aquel el más barato de sus productos que su avaricia encontraba y que vendía al precio más “compasivo” que fuese capaz de imaginar); y tras cargar todas sus ganancias en su carro, se iba la mañana del domingo, no sin antes haberse pasado a saludar a sus amigos de la taberna y volver con “fuerzas” como para aguantar su viaje de vuelta a  Versalles.  Así siempre era y así siempre había sido. Desde bien pequeña iba yo a recibirle con la que quizás fuese la mayor de las ilusiones del mundo y recibía no solo complaciente, sino que incluso agradecida los engaños que mi madre accedía a pagar solo para verme sonreír. Siempre tuve una gran imagen de  Antoine. Después de todo, le consideraba el padre que nunca tuve. O al menos así había sido hasta que le vi, rojos como la cresta del gallo sus henchidos carrillos, despertando a las viejas, los niños y los curiosos con su “armonioso” canto, famélico de una satisfacción que, como se estaba dando cuenta, el alcohol ni el dinero le podrían jamás dar. Recibí un sutil golpecito nervioso por parte de Hèlene, quien esperando mi reacción, me hizo dejar atrás mi repugnancia por aquel desgraciado y volver a la realidad que nos ocupaba. El carro. Iluminado bajo la suave luz del alba, quedaba junto a la fuente en la plaza, en la que las dos yeguas del mercader, disfrutaban de la calma antes de la tormenta, al menos la más joven de ellas, que, aún inexperta, bebía con rapidez como si de la más bienaventurada se tratase. Le dirigí una breve mirada rápida e hice una seña a la chica que sacó entonces nuestra llave de entrada. Como ya he dicho, el plan era sencillo. Mientras ella distraía a nuestras dos amigas equinas, yo haría hueco en la parte trasera del que sería nuestro carruaje y una vez todo estuviese acomodado, nos montaríamos y tapándonos con la tela que utilizaba para evitar que los más pobres derrochasen su tiempo pidiendo una caridad que jamás llegarían a recibir y espantar a los más codiciosos pero más torpes ladrones, nos haríamos pasar por más de sus riquezas. Era casi perfecto. Él no dudaría de nuestra presencia en ningún momento al ser llevado por el furor del alcohol y después por la ensoñación de la resaca de una agotadora ronda en aquel su duro oficio. Solo teníamos que esperar al momento idóneo que era…¡Ahora! - murmuré, arrastrando a mi hermana de su brazo con presteza, que palideció y dio un respingo por mí imprevista violencia-. Corrimos a hurtadillas por la plazuela, que, aún tranquila en aquel dulce letargo que le otorgaba el poder del descanso de una larga semana, nos hizo pasar completamente desapercibidas. Nos escondimos tras el carro durante unos instantes, para recuperar el aliento. Su corazón palpitaba con fuerza y su respiración, rápida y entrecortada, me dieron a entender que al igual que yo, estaba nerviosa. Cogí la palma de su mano y la obligué a mirarme. Era cierto que era nuestra única oportunidad. Pero no fallaríamos.  Y  por suerte, la segura fachada de mi rostro fue suficiente como para convencerla de ello. Mas no para quitarle su temor. Fueeso lo que, como ya mencioné, hacía el plan casi perfecto. Pues una vez nos volvimos a dividir y ella se dirigió hacia las jacas con la oferta más jugosa que habíamos podido “coger prestada” de la casa de la hortelana para intercambiar nuestro silencio; como experimentada que estaba la mayor de ellas en esta clase de negocios y al poder oler desde lejos su indecisión, la utilizó para, contrariamente, ejercer firmeza con la inestable de mi hermana y mostrarse reacia a aceptar su trato. Fue su ingenuidad al infravalorar la inteligencia de estas bestias la que las llevó a exigir más hasta el punto de llegar el conflicto en el que ninguna de las dos cedería. Pero claro, la novicia, aún principiante en aquellos comercios, no se resignaría y viéndose su moral fortalecida por la habilidad de su compañera, decidió que era el mejor instante para asegurar su premio. Lo demás sucedió muy deprisa.  Volvió mi hermanastra hacia mí, empapado su rostro en lágrimas de dolor, mordiéndose los labios, conteniéndose para no gritar por aquel cruel mordisco que desfiguraba su pequeña mano; mientras la vieja de las yeguas relinchaba con nerviosismo al habérsele ido la situación de las pezuñas, alertando a su amo, quien volvía, como no, borracho como una cuba, con la copa en la mano, zigzagueando vagamente preocupado por su fortuna. Pero, oh no, habiendo llegado tan lejos no pensaba yo rendirme ante dos mulas malnacidas. Nos subí a ambas a aquella carreta del diablo y, aprovechando el distraído ánimo con el que lentamente se acercaba y la oscuridad que aún hacía que aquello aún no fuese mañana, nos tapé. Cerré los puños, cada vez más tensa con cada paso que oía, según se acercaba a nosotras. Por supuesto que había sido muy arriesgado, pero, ¿qué otra opción nos quedaba? ¿Rendirnos? Hèlene se acercó a mí, preocupada, ya no solo por el hecho de que estuviesen a punto de descubrirnos, sino por su infectada mano, que comenzaba a sofocar el dolor y a apagar sus sentidos, lo cual, al igual que su cadavérico rostro, no presagiaba nada bueno. Estaba claro que sospechaba de nosotras. Solo quedaba que decidiese. ¿Estaría lo suficientemente abstemio como para recordar su mezquindad y volver desesperado a por sus riquezas o sería el embriagador hechizo de la borrachera suficiente como para se sometiese a la carnal pasión del cansancio? Escuché entonces el sonido de un látigo al golpear dos cuerpos robustos, el relinchar quejoso de dos potras al recibir nuestra implícita venganza en su orden imperativa y el canto desafinado, pero amigable, de nuestro ebrio amigo rollizo, quien como pude comprobar con una sonrisa cegada por la satisfacción de ver cumplido mi plan, nos llevaba finalmente por desgracia a nuestro destino.

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Sábado por la mañana. Suspira. No puede evitarlo. Casi puede alcanzar el domingo con sus manos. Casi puede tocar su merecido descanso en el que centrarse finalmente en sí misma y escapar al menos por un día de su realidad. Pero pronto vuelve y abre la puerta, una vez más. Hace años que nadie pasa por aquel lugar. Por supuesto hay otras posadas más lujosas que la suya en  Versalles.  Y  como cualquier ser humano, desearía poder aspirar a más. Mas siente que si se va de aquel lugar lo abandona y por eso continúa, sola, sin huéspedes a los que atender pero sin llegar jamás a atenderse a sí misma. Entra y enciende la candela, pues todavía la dorada luz del sol no entra, y aún algo adormilada, avanza en la oscuridad, sus enmarañados pelos plateados cubriendo su rostro hasta llegar a recepción, donde se sienta y espera, aún con esperanza en su cada día más marchito corazón.  Y  entonces lo escucha. No puede evitar girarse.  A  pesar de erizarse los pelos de su ajada piel, de llenarse su cuerpo de unfrío sobrenatural e incluso a pesar del estremecedor ambiente que la recorría junto con aquel lugar hechizado, se gira. Pues estaba desesperada.  Y  ese sería su último “error”. Mas aún así, escapando sus alientos finales, atravesada de pecho a espalda por aquel fino acero, sonrío. Porque aunque moría, al menos no lo haría sola.  Y  mientras aquellos pétalos caían junto a ella, pudo modificar por un instante aquellos tristes recuerdos y transformar la que sería una triste pero fácilmente olvidada tragedia en la más feliz, dorada y conmemorada muerte de la historia, para así, dejar de ser al fin el ente invisible que por miedo de deshacerse de sus memorias jamás cumplió sus sueños… 

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La luz de sol se colaba por entre los agujeros de la raída tela cuando de pronto, el carro paró. Hice una seña a Hèlene, que, por el movimiento se acababa de despertar de sopetón de su largo letargo con el que había olvidado, al menos por un instante, el dolor de su mano y que, ahora intensificado como el resto de sus emociones por la confusión del ensoñamiento, estaba a punto de hacerla romper a llorar, pero, y gracias a mi aviso, la contuve.  Antoine no tardó en levantarse a regañadientes no porque le obligasen, sino por la molesta luz que lo alumbraban a él y a su resaca y, buscando la sombra, se marchó de aquel lugar sin siquiera reparar en sus mercancías por primera vez en mucho tiempo. Estaba a punto de sucumbir a las necesidades que el cuerpo requerían tras desaparecer la magia del alcohol, así que supe que no tendríamos que preocuparnos de él, al menos durante unas horas. Fue una vez me cercioré de su ida, cuando, salimos de aquel lugar. Nos encontramos de pronto con nuestras narices atrapadas en unos pastos color esmeralda. Sí, estábamos ciegas, y para más inri mi hermanastra, quien se balanceaba sobre sus propios pies con violencia, amenazando con derrumbarse de nuevo por la herida, que, palpitante, había tornado su color antes carmesí algo violáceo; avanzaba por sí sola, perdida.  Aquello, por supuesto, no tenía buena pinta, y aún menos sabiendo que, por lo menos, habíamos estado metidas durante unas seis horas en aquella mohosa y repugnante carreta, pero decidí centrarme en la salida, o, más bien, la entrada, que se mostraba gloriosa ante mis ojos, iluminada por el rocío de la mañana que recorría las hojas del árbol de la plazuela. Por desgracia, era allí también donde mi mirada había encontrado el lugar a donde el beodo mercante había llegado a parar.  Avancé con diligencia, escudriñando las sombras casi con obsesión mientras agarraba el brazo de Hèlene con fuerza, tirando de ella y de su débil alma. No fue hasta que escuché sus fuertes ronquidos que despertaban al trabajador común de sueño frágil, cuando traté de convencerme de su ignorancia y centrarme en el verdadero peligro que se mostraba ante nuestras frentes. Debíamos encontrar cobijo y alimento antes de que anocheciese o, como solía decir mi madre, en vez de comernos nosotras a aquel lugar, no dudaría él en devorarnos, sin siquiera dejar aunque fuese un simple detalle o un recuerdo de lo que alguna vez llegamos a ser. Como no se me ocurría ningún lugar mejor que una posada, decidí, suponiendo en mi ingenuidad que allí estaría, coger la calle central que a nuestra plazuela iluminada seguía. Estábamos solas, quizás perdidas, en un nuevo lugar sobre el que no sabíamos nada más que lo hostil que era según la experiencia de nuestra pobre progenitora. Mas aún así, no podía evitar sentirme emocionada…

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Ante él, un pasillo de enormes dimensiones, brillante por la porcelana de sus rigurosamente detalladas esculturas y su tenso ambiente. No era la oscuridad o el frío que aún cubrían aquella mañana lo que le hacía temblar, sino aquel a quien debía entregar el mensaje. Y entonces apareció, su pelo majestuoso, nunca mejor dicho, pero protegido por aquellas cobras malnacidas de su corte. Sería difícil evitar su ponzoña y aún mucho más conseguir su atención. Pero como no, aquel era el trabajo del mensajero del rey.  Y  ya estaba acostumbrada su pesarosa voz a la insistencia que su majestad requería. Se acercó presuroso, tratando de hacerse ver entre aquel barullo de brillantes riquezas y engaños golosos. Por suerte, el rey de Francia desoía en aquel momento (y casi siempre) las dulces palabras de su corte, de quienes rehuía con la elegancia del asentimiento, pues su pensamiento se encontraba embelesado en otra parte. En sus castaños ojos pudo apreciar un matiz de esperanza al encontrarle su mirada, mas pronto volvió la oscura indiferencia que caracterizaba el porte del monarca al escuchar el mensaje que aquella desdichada criatura tuvo la mala suerte de enviar.Se- señor… - hizo una pausa, tratando de ignorar la impaciencia de aquel su imponente receptor - Ha- ha llegado el emisario de Londres. Exige verle cuanto antes… ¿Qué tal le parecería esta noche?  -. Furioso por su impotencia pero, compasivo por su aún fulgurante ilusión interior, decidió dejarle ir con la misma dureza de siempre, aceptando, con resignación, su invitación y volviendo de nuevo a su pasatiempo diario: dejar que aquellos adinerados ineptos siguiesen, en su ignorancia, enunciando estupideces, mientras las juzgaba como habría hecho su padre. Y, aún sin creerse su fortuna, no dudó en tomar aquella oportunidad e irse, sin más, sin siquiera preguntarse qué era lo que preocupaba al rey de Francia.

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No tardé demasiado en vislumbrarla. Era sencilla, pero imponente, como todo lo que había encontrado en aquella ciudad, al menos, hasta ahora. Pero lo importante era que, a juzgar por la oscuridad de sus habitaciones, estaba vacía.  Además, como pude comprobar no mucho más tarde, por su aspecto tan descuidado y añejo, no parecía ser muy cara.  Y  eso, era justo lo que necesitábamos. Pues aunque había conseguido sacar algo de botín de nuestro rancio transportista, por las molestias que él nos había causado y no nosotras a él (por supuesto); no sería suficiente como para pagar siquiera la entrada en uno de aquellos hoteles, cuyos majestuosos balcones se alzaban en los aceitunos campos de  Versalles.  Arrastré a Hèlene por las aceras llenas de lodo, que, aún convaleciente por la pérdida de sangre no parecía distinguir con claridad qué era lo que ante ella se mostraba, y, juntas, entramos en aquel lugar. No pude evitar estremecerme.  A  pesar de estar a plena luz del día, el ambiente era completamente diferente. Mientras que fuera se manifestaba un claro cielo cerúleo, poblado por nubes de enormes tamaños que pajarillos atravesaban en su vuelo amoroso, allí tan solo se podía apreciar la tristeza del abandono. La miseria que, como me temía, azotaba a las periferias de palacio, que eclipsaba todo lo que a su alrededor se mostraba.  Aún así, aqueldesconcertante silencio que despertaba todas mis alarmas no tenía porqué ser malo. Quizás nos otorgase el beneficio de la desesperación… Deslicé mis pies por la moqueta carmesí y, tirando de Hèlene, avanzamos hacia la viva luz de la candela que mantenía aquel lugar aún abierto al público. En recepción, que era lo que supuse que era donde aquel chispeante fuego nos había llevado, no había más que una mesa con una única llave y un pétalo de color blanco. Dudé un instante. La sospecha me devoraba por dentro.  Aquello era demasiado fácil. Una fonda yerma, una puerta a una habitación restante…  Y  todo justo cuando más lo necesitábamos. Por supuesto, aquello no sonaba demasiado bien.  Aún menos teniendo en cuenta el hecho de la actualidad de lo sucedido, pues que aquella luz sobreviviese aún al viento solo quería decir que alguien había pasado por aquel lugar, recientemente. Igualmente, decidí, no solo por el estado de mi hermanastra, sino que también por el mío propio, arriesgarme. Cogí la llave y probando con el primer portal que encontré, entramos con éxito en el habitáculo que el encargado de aquella posada o aquel interesado en nosotras nos había dejado.  Ya no recuerdo si fue la mullida cama o el hechizante sueño que el deseo de mi esperanza infundieron al ver aquella oportunidad en mi ser, mas, entonces y solo entonces, decidí que nos merecíamos olvidar. .-.. .- / --- -... .-. .- .-.-.- .-.-.- .-.-.No lo sabría hasta mucho más tarde, pero estaba claro que lo que al rey le preocupaba no era el emisario de Londres. Pues mientras, criadas de todas la edades le preparaban para denotar su elegancia característica e infundir superioridad ante los que eran sus enemigos, él buscaba la luz de la luna con sus claros ojos avellana.  Y  aunque su rostro se mantenía con esa regia indiferencia que todos temían, un matiz de amargura, casi imperceptible incluso para el ojo más sagaz, teñía su aire con un aspecto aún más sombrío.  Todo, por una chica. Se sentía como si de un adolescente se tratase a pesar de sus ya más de treinta años. Había pasado el tiempo, lo podía ver en su rostro y en las canas que de su pelo se reflejaban en aquel gran espejo de marco dorado sobre el que sus jóvenes sirvientas se fijaban para no tener ningún fallo. Pues en  Versalles, ningún error podía ser cometido. Siempre había sido así y así seguiría.  Y  nadie, ni siquiera y aún menos una pobre fámula, podría cambiarlo jamás. O, más bien, volver a cambiarlo. El dolor que la nostalgia producía en aquella herida aún abierta, se adeñuó por un momento de su ser.  Todo porque está vez había decidido no reprimirse y dejar a la ponzoña suturar. Después de todo, él era el rey. Mas, ahora era vulnerable y se arrepentía de ello.  Tan solo el recuerdo de su sonrisa, su voz cantarina, su áureo cabello hacían que su pulso fuese más rápido. Sus ansias de verla de nuevo solo aumentaban y eso solo lo torturaba más. Pero aún más importante, lo distraían.  Y  lo distraerían durante la cena que quizás decidiese el futuro de la guerra.  Y  eso, esa debilidad que él no consentía a los demás, mucho menos podía ser consentida en un Dios…

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Continuará.

Mateo Blancas(1BB)

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