“Corre…” Su etérea voz, se hacía un eco en mis oídos distraídos, mientras la cogía entre mis brazos, dejando rozar en mis rosadas mejillas, mis lágrimas que bajo la luz de aquella plateada luna de sangre, se tornaban brillantes, como el rocío. “Corre…” repitió una vez más, pero yo, ignorando la importancia de sus palabras, tan solo me centraba en su pálido rostro bañado por sus largos cabellos dorados. Un rostro que se apagaba ante mis ojos, sin que yo pudiese hacer nada. Sin que pudiésemos hacer nada. Pues en aquel momento, entraba mi hermana, descalzos sus pies sobre la hierba del jardín, pegándose las cenizas del que había sido nuestro hogar entre sus pequeños dedos; con todo lo que había podido salvar de las llamas y una toalla, para presionar en la herida. Pero era demasiado tarde. Tenía que serlo. Y mientras su cara se desfiguraba en una mueca de dolor vagamente perceptible por entre su máscara de gravedad, cogiéndole yo su mano y también su pena; una flor de az...