XIV: Delirios De Un Dios Capítulo I: La Flor De Azahar

 



“Corre…” Su etérea voz, se hacía un eco en mis oídos distraídos, mientras la cogía entre mis brazos, dejando rozar en mis rosadas mejillas, mis lágrimas que bajo la luz de aquella plateada luna de sangre, se tornaban brillantes, como el rocío. “Corre…” repitió una vez más, pero yo, ignorando la importancia de sus palabras, tan solo me centraba en su pálido rostro bañado por sus largos cabellos dorados. Un rostro que se apagaba ante mis ojos, sin que yo pudiese hacer nada. Sin que pudiésemos hacer nada. Pues en aquel momento, entraba mi hermana, descalzos sus pies sobre la hierba del jardín, pegándose las cenizas del que había sido nuestro hogar entre sus pequeños dedos; con todo lo que había podido salvar de las llamas y una toalla, para presionar en la herida. Pero era demasiado tarde.  Tenía que serlo.  Y mientras su cara se desfiguraba en una mueca de dolor vagamente perceptible por entre su máscara de gravedad, cogiéndole yo su mano y también su pena; una flor de azahar, enigmática como los cuerpos celestes que adornaban aquella noche hostil y oscura, se marchitaba sobre su cuerpo divino al igual que lo hacía una etapa de nuestras vidas. Nos acabábamos de quedar huérfanas

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 Mis ojos caían en el atractivo hechizo del ensueño, cuando apareció Heléne, cual fantasma, enmarañados sus cortos cabellos castaños e impasible su expresión, con un mensaje que no haría más que añadir más agua en el océano en el que me ahogaba. Era dulce la luz del dorado alba de la mañana, pero eso no me impidió distinguir la forma de la única moneda que sostenían sus finos dedos ensangrentados. Una y solo una era lo que había podido rescatar. Me levanté, el dolor pintado en las arrugas de mi frente, y la cogí. Íbamos a necesitar mucho más que aquello si queríamos salir de aquel lugar.  Y  rápido. Muy rápido. Sobre todo sabiendo que aquello no había sido un accidente. No había podido serlo. Me arrodillé de nuevo, pensativa, sobre la aún fresca tierra que bañaba el cadáver de la que para mí había sido la más pura mujer de aquel mundo, mi maestra y mi protectora. Mi hermanastra se acercó a mí y apoyó su cansada alma sobre mi hombro, en símbolo de apoyo. Hacía horas que el fuego se había apagado, mas aún se podían oler los oscuros resquicios de su catástrofe. Solo se me ocurría una forma. Negué con la cabeza, tratando de buscar lo imposible. Pero tal y como con su muerte, aquello era inevitable.  Y  debía de hacerlo cuanto antes.  Al menos mientras aún tuviese tiempo.¡Busca aquello que aún esté vivo y rescátalo como sea! - le ordené, alterada, mientras me alejaba hacia las calles con decisión-. La muchacha no tardó en asentir con la cabeza, aún encerrada en su silencio y yo me despedí de igual manera. Pues debía darme prisa como ya he dicho. Debía aliviar las llagas de mi imprudencia antes de que tuviese que preocuparme de otro asesino.

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Echando barro con cada paso que daba por las calles lapidadas de áspera tierra bajo el clima que las nubes agrupadas presagiaban, ahuyentaba a los curiosos, que al ver mi aspecto desde su ventana, de mí no querían saber nada.  Avanzaba no sin prisa, no por miedo a que la lluvia cubriese cual telón transparente mi cuerpo con su gélido tiento, sino porque debía llegar cuanto antes.  Y  debía estar, ya de por sí, agradecida. Pues bien era un milagro que todavía esa rata que una vez pude llamar amor, no nos hubiese descubierto. Por eso debía llegar cuanto antes al molino, que, con mi rapidez, podía vislumbrar bajo la neblina de la catástrofe, imponente y acogedor como siempre, sobre aquella verde colina. Para sacarle todo el dinero que pudiese. Me paré frente a la solitaria puerta de madera, aún sorprendida por mis recuerdos, que en tan solo un día se habían vuelto borrosos.  Y, ¿por qué? ¿Por mi necedad, quizás? ¿Por mi atrevimiento? ¿Por querer deshacerme de mis cadenas? ¿De mi sufrimiento? No, de esto no podía culparme también. Si ya lo hacía con su muerte, por no haber estado allí, por haberlas dejado solas por mi egoísmo; no podía atribuirme también el fin de nuestro amor. Hacía mucho tiempo que había desaparecido. Tras “acicalarme”, mi pelo descolorido y en tirabuzones, mis manos sucias al igual que mis ropas, raídas y ensangrentadas, mis mejillas pegajosas y llenas de cristales de mi pena; llamé y con la expresión más vulnerable posible, entré.  Y  esto fue, si acaso, lo más humillante que quizás he hecho en mi corta vida. Jamás logró arrepentirme lo suficiente de haberme puesto a los pies de la soberbia. Levantó la cabeza con avidez, refulgiendo sus ojos color cobre con la fuerza del relámpago y aunque tardó unos instantes en reconocer a aquella quien ensuciaba sus ancianas baldosas de madera de saúco con su sola presencia, cuando lo hizo, soltó las monedas de plata que bajo la luz de una candela con precisión contaba y se dirigió hacia a mí, entre aspavientos, para comprobar si era yo realmente quien tenía la terquedad de manifestarse tras las nubes de confusión del ensueño de una riqueza mayor en las que él flotaba.  Y  con su violencia de siempre, recibí su golpe, tal y como esperaba. Por eso y a pesar de la gravedad de la situación que tornaba el color de mi rostro violáceo por la presión, sostuve su mirada con la mía apaciguada e incluso arrepentida, aunque igual de atrevida que siempre, lo que mantenía mi dignidad y amansaba a la bestia al seguir  por una vez las reglas de su propio juego. No tardó en soltarme el cuello, cayendo yo al suelo, tratando de recobrar el aliento.  Tosí con fuerza, mas sonreí. Había sido arriesgado, pero el teatro había funcionado.  Tenía su atención.¿Qué es lo que quieres, zorra? - preguntó en lo que me daba una patada en el pecho, volviéndome aún más débil de lo que ya estaba -. Liberándome con cuidado del dolor que comprimía mis mandíbulas al presionarme con fuerza el abdomen completo, me levanté con esfuerzo hasta ponerme a su nivel, pues no quería recibir yo más de sus rudos impactos y volví de nuevo mi mirada a sus cuencas, en las cuales sus pupilas bailaban jocosas de la gloria de su ego. No sería mucho mayor que yo, si acaso unos meses, quizás un año; y no podía cuestionar su indudable atractivo. Su corpulencia no solo lo hacía más vigoroso, sino más temible y la seriedad de su rostro, blancocomo las liebres del invierno, le otorgaban un matiz de elegancia e incluso del misterio característicos de la nobleza de la época. Mas era su carácter, quien describía a este personaje, en realidad patético y vulgar, como un libro abierto. Su gesto indolente, su negligencia a la hora de hacer las cosas, su poca voluntad al detalle, su conformismo, su ordinariez, le hacían semejante si no peor a muchos de los que hacíamos nuestra vida en las sucias calles, solo que con el pequeño factor del dinero, que le hacía consentido, inadaptado: un pésimo compañero. Fueron esa, su poca “dulzura”, su severo acto violento a la hora de tratarme; lo que me revelaron la respuesta. Debía dejarle.  Y  lo hice y lo volvería a hacer tantas veces como fuese necesario y aún más viendo y sintiendo lo que acababa de sentir.Mi… mi madre - dije simulando timidez. Bajando mi cabeza hacia mi ensangrentado vestido y poniéndome de rodillas, dejé caer una lágrima para tratar de llegar a esa parte que mi esperanza rezaba que existiese, aunque fuese en lo más hondo de su ser, y juntando mis palmas, para darle aún más énfasis, rogué su compasión - Ha… ha… -. Ahí fue donde estuvo mi error. Donde si quizás conservaba aún algo del respeto que alguna vez llegó a sentir por mí, desapareció por completo. Fue ese “rogar” desconsoladamente, esa súplica sin escrúpulos, con la que le dije que vendía mi alma.  Y  entonces, al ponerme yo a tan bajo nivel, supo que no era más que otra viandante más. Otra rata de calle más.  Y  quizás tuviese razón. Quizás no fuese tan diferente de ellos. De lo que él sería si no fuese hijo de su padre. Pero no me dio siquiera el beneficio de la duda. Pues para él ya no era única. Solo otro objeto más. No me dejó siquiera terminar la frase. Casi al unísono, dejé escapar un grito, mordiéndome el labio inferior hasta hacerlo sangrar a lo que él me cruzaba con severidad mi semblante, pálido mas aún algo cárdeno, con su puño cerrado. Escupí al suelo, exhausta y bajé aún más mis ojos verdosos, sin atreverme a dirigirle la mirada. La verdad es que me lo merecía. Hasta yo me sentía estúpida. Se giró, dándome la espalda, quizás meditando su respuesta, quizás glorificando aún más su victoria, pero no tardó en volverse hacia mí, contrayéndose su rostro en una mueca que jamás podría olvidar. Esa pena que había visto al inicio, como podía figurarme, ya no estaba. Estaba claro que nunca volvería a encontrarla. Mas su gesto homicida, ese con el que me declara que trataba de contenerse para no matarme en aquel instante… me había dado una razón para temerle. O al menos, eso creería él.¡Vete ahora mismo antes de que todos los soldados de mi padre os prendan a ti y a la bruja de tu hermana por asesinato! - gritó, alzándose ante mí, mientras yo seguía manteniéndome en silencio, esperando. -. Casi podía notar su alterada respiración en mi nuca al decirme aquello.  Y  eso no hizo más que darme fuerzas. Fuerzas para aclarar su errado pensar.¡Tu hermana! - resalté, alzándome, mi rostro marchito, mas con mi decencia intacta y dirigiéndome esta vez a la salida, sin vergüenza, tragándome mis instintos para demostrar lo que para entonces él ya debía de saber: no le tendría miedo nunca ¡También es tu hermana! -.

Fue en ese instante cuando, tal y como predije, se dejó llevar por esa impetuosa bestia que llevaba dentro y saltó. Pero, yo ya estaba demasiado lejos y solo pudo conformarse con descargar su rabia mediante palabras sin significado, que, sí, rasgaron la puerta del pobre molino con furia, pero no fueron suficientes como para despertar a la noche, ni para hacer mella en mis oídos.¡Arpía! ¡Arderás en la hoguera de las mentiras! ¡Morirás al igual que la furcia de tu madre! - hizo una pausa en su declaración para recobrar el aire - ¡Ya verás! En cuanto mi padre se entere… ¡El engendrado error de tu hermana y tú desearéis no haber nacido nunca! ¡Nunca! -. Ya me habían insultado antes y ya había recuperado la honra de mi familia al “aclararle” cómo iba la cosa.  Aquello no fue pues lo que hizo huella en mi alma de aquel encontronazo. Fue el saber que volvía a casa con las manos vacías, lo que me hizo palidecer como la luna, que plateada como siempre, mas más cristalina que nunca tras la tormenta, se mostraba con majestuosidad a mi vuelta en aquel oscuro crepúsculo.

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 Pongámonos en contexto antes de que sea demasiado tarde y se me condene por prejuicios del lector. No mucho antes de que Hèlene naciera, una muchacha de suaves cabellos rubios y piel blanca como los techos en invierno, se abstraía en sus sueños perdidos, olvidando sus preocupaciones futuras bajo la dorada luz de mañana en el dulce ambiente de la primavera en los mismos campos de trigo en los que su hija mayor acabaría trabajando también. Por entonces yo tendría unos seis u ocho años y ella rondaría los veinticinco o veintiséis.  A  pesar de un parto y una vida digamos “forzosa”, su semblante permanecía jovial siempre. No sé si era optimismo o simplemente su carácter honesto y agradecido el que ponía aquella sonrisa en sus labios, pero con esa alegría que jamás se le fue al menos hasta aquel triste palidecer en el día que Dios se la llevó, caminaba entonces por los pastos verdes con soltura y hacía su trabajo con aún más maña.  Y  él lo sabía. Por supuesto que lo sabía. Mas no eran sus virtudes en el trabajo de campo lo que le asombraba. Era su misterio, su sola presencia, quienes despertaban la curiosidad en su interior. ¿Quién sería aquella frágil muchacha, que volaba en sus campos cual extraordinaria mariposa azul con elegancia? ¿Quién sería aquella chica cuyo rostro le decía su instinto no era más que una máscara que cual muralla, protegía con el don de la resignación, su corazón marchito? Fue eso lo que le hizo querer acercarse a ella.  Y  lo consiguió. Claro que lo consiguió. Solo tuvo que acercarse a ella con su enérgico pero frío andar y ofrecerle un ascenso. No hicieron falta ni súplicas ni reverencias. Después de todo, él era el conde de aquellas tierras. No negaría ninguna orden suya bajo ningún concepto y menos una que le beneficiaban a ella y a su familia. Pues a pesar de estar allí para no destacar, había otra razón que tenía más valor y era la de mí supervivencia. Fue eso y su halagadora gentileza en el uso de la palabra lo que le hizo aceptar. Mas no tardaría en ver que, como su gesto gozoso y sus falsas sonrisas eran máscara de su pasada añoranza; también su suave tratar y su amabilidad, eran un engañoso hechizo que escondía su verdadera rudeza de ser que yo, no mucho después, vería en su hijo.  Y  fue ese sumiso comprometer, esa inocente esperanza que le hizo pensar que la vida aún podía tratarla con cariño; lo que le hizo caer en sus garras. Unas garras de las que jamás podría escapar. Pues una vez en sus manos, el conde no vacilaría en reclamar su premio, costase lo que costase.  Aunque el precio fuese cortar sus alas para no volverla a ver volar jamás…-.-. .- - --- .-. -.-. . ---... / -.. . .-.. .. .-. .. --- ... / -.. . / ..- -. / -.. .. --- ... Aparecía ya yo por la esquina de la calle, esa misma que había cruzado unos días atrás para encontrarme con la desgracia que dio la vuelta a mi vida, desesperanzada y decaída, iluminada la tez de mi cuello cabizbajo por la suave luz cobriza del atardecer, cuando me la encontré, esperándome allí, igual de sola como la dejé, quizás su rostro juvenil más cenizo e incluso con una mueca de gravedad mayor para esconder su pena menos forzada en sus dulces ojitos castaños, pero como ya he dicho, igual de inspirador que el de la noche anterior. Fueron eso y mi temor a su reacción al encontrarme a mí, a la que seguramente sería su única imagen a seguir tras la pérdida de su madre, con las manos vacías, tras todo un día de divagar en las calles y mendigar con desesperación; lo que me hizo quedarme al margen y permitirme el respiro que en aquel momento la duda me otorgaba.  Así, rehuí de su presencia, escondiéndome de nuevo entre las sombras que aquel cómodo rincón me concedía. Mas no tardaron en sonrojarse mis mejillas, de forma muy notoria, tanto que cualquier perspicaz transeúnte se daría cuenta de la vergüenza que en aquel momento sentía. Pues lo único que me venía a mi cabeza con aquella acción era que qué era lo que estaba haciendo. ¿Cómo podía huir de la única familia que me quedaba? ¿Cómo era capaz de siquiera plantearme y preocuparme por sus malos juicios? ¿Cómo era capaz de abandonarla allí, hincando aún más la raíz en las tierras de la soledad, por un descanso? Por suerte o por desgracia, no hizo falta que tomase yo la decisión. No sé si fue su audacia o simplemente su instinto, pero no tardó en aparecerse frente a mí. Casi me dio un vuelco al corazón al encontrarme con su piel pálida, que, en aquel ambiente, se tornaba fantasmal.Tengo algo que contarte. - murmuró y sin darme tiempo alguno para responder, me cogió con fuerza del brazo con sus finos dedos, que no hacían más sino resaltar el hecho de su pobreza; y me dirigió hacia la casa, o, al menos, lo que quedaba de ella -. Por su tono impasible, como se estaba haciendo hábito desde las últimas horas, supe que no había enojo o pena en sus palabras. Ni siquiera parecía haberle afectado mi ida, lo cual me relajó considerablemente. Mas aún así, seguía preocupada. Pues por desgracia, no me había encontrado con lo que esperaba. Me había hallado a mí misma, pérdida en sus ojos brillantes, que bajo aquel sombrío telón, resplandecían perturbadoramente con esa pasión que siempre se apoderaba de su iris en sus pesadillas. Nos apostamos sobre las cenizas que ahora cubrían la gran obra de mi madre, antes majestuosa, ahora tan solo un resquicio marchito de su fundación; y tras sentarnos en aquel incómodo paraje (y dejar, por un instante, divagar a mis ojos juguetones, que, una vez más, no dudaron en fijarse en aquella blanca flor que allí con su color destacaba), volví mi mirada hacia ella, que, expectante, esperaba mi atención. Entonces, pareció que la desconfianza se apoderaba de su ser y, haciendo amagos como si no supiese que decir o por donde empezar, decidió quedarse en silencio, dubitativa.

Ha… Has hecho un gran trabajo, Hèlene - reconocí, aunque con orgullo, con intención de incitarla a hablar, lo cual fue suficiente, incluso demasiado, pues me mandó callar casi al instante, alarmada-. Casi parecía paranoica de lo rápido que sus ojos se dirigían de un lado a otro, escudriñando las sombras, como si estuviésemos en peligro. La miré, esperando una explicación de la que, a pesar de mi insistencia, parecía reacia, pero, finalmente, casi cerrando los ojos de lo tensa que la ponía aquella situación, que, cabe recordar, empezó ella misma; suspiró y cedió. Me entregó una pequeña bolsa de cuero que, por su peso, deduje que contenía monedas de oro o, en otras palabras, nuestro salvoconducto; y lo que parecía una carta con un sello de color carmesí en el centro que mostraba dos ángeles sujetando entre sus brazos un escudo moteado por tres flores de lis. Decidí centrarme primero en la bolsa, que no tardé en abrir y donde encontré lo que ya suponía, aunque me sorprendí al ver la cantidad.  Aquello era suficiente como para salir de aquel lugar de una vez por todas. Me percaté entonces de una etiqueta que acompañaba al paquetito. En el papelito había como una especie de símbolo. Lo reconocí casi al instante. “Gracias” pensé. Después de todo, el conde quizás no fuese tan vil como lo había podido llegar a ser su hijo conmigo. Dirigí entonces mi mirada hacia la carta y sus ojos, antes distraídos con las danzantes estrellas que decoraban aquel escenario celeste, volvieron de nuevo su atención hacia mí, buscando, expectantes, mi respuesta. Quité con diligencia el sello y la leí. “Estimada señorita Des Champs, Su solicitud ha sido recibida y con la aprobación de Vuestra Majestad tras la revisión de vuestros servicios anteriores, ha sido aceptada con éxito.  Acuda cuanto antes a palacio o sino, su puesto de jardinera del rey, será otorgado a otra persona más apta.” Firmado en puño y letra, por el mismísimo Luis XIV. Dejé caer la hoja, que voló durante unos instantes con suavidad por entre el sombrío hedor de la noche y la miré con perplejidad.Estaba entre las cosas de mamá. - murmuró en lo que parecía un sollozo - Es lo único que ha quedado intacto después de… -. Se interrumpió a sí misma, incapaz de continuar. Cogí de nuevo la carta. No podía creérmelo, pero aún así era real.   Tenía que serlo.  Aún recordaba cuándo me contaba historias de  Versalles. De sus preciosos jardines en cuya colorida foresta te podías perder. De aquellos dorados placeres, impregnados de las más ponzoñosas espinas, cultivadas por el más despreciable núcleo de la burocracia. Siempre me advertía de la “peculiar” belleza de aquel lugar y de lo que ello conllevaba. De lo mucho que habían cambiado su vida aquellas gentes. Ruines titiriteros del vulgo, desalmados que ni compasión tenían por ellos mismos, cuyo único objetivo era servirle a Él.  A  su Dios.  A  quien no tardaríamos en servir nosotras dos también. Pues sí, mi ingenuidad taponaba mis oídos, y mi corazón, cegaba mi razón.  Y  no me importaba. Nos íbamos al paraíso…

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Una vez perdió las fuerzas y el silencio se hizo aún más incómodo que el irracional dolor que impulsaba sus puños contra aquella triste pared, se dejó caer frente a la puerta, desolado. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que seguir importándole? ¿Por qué tenía que tener razón? ¿Por qué merecía ella su corazón? Después de todo no era más que una plebeya. No tenía por qué darle cobijo. Era lo que tenía que hacer.  Aún absorto en sus pensamientos, se secaba las lágrimas, mientras poco a poco se levantaba, dispuesto a terminar para siempre con aquella “pasión temporal” y borrar su rostro de su mente, aunque eso supusiese borrarla del mapa; cuando un veloz papelito, cruzó el aire por debajo del portón. Se acercó a él con rapidez y lo cogió entre sus manos casi antes de que llegase a tocar el suelo, con la vana esperanza de encontrar las disculpas escritas de una analfabeta, pero en vez de eso encontrándose a sí mismo palideciendo frente a lo que venía junto a las palabras de mal augurio de la misiva. “Distinguido Jean-Paul, Me pongo en contacto con usted para comunicarle que de ahora en adelante sus servicios no son necesarios. Le agradezco mucho el casi impecable trabajo que ha llevado a cabo por mí, mas me temo que no puede continuar. Mis más sinceras disculpas…” Sin firma. Ninguna.  Y  al lado de ella, un níveo pétalo blanco de una flor de azahar. Ni siquiera le dio tiempo a recordar su nombre. Ese nombre que jamás había escuchado, pero cuyo título su avaricia no había dudado en seguir. Hasta la muerte, ni más ni menos.  Trató de llevarse la mano al pecho, donde le atravesaba aquella fina y elegante hoja plateada y volvió su mirada hacia él. Mas ya era demasiado tarde. Lo último que pudo ver antes de caer sin consciencia, fue la cicatriz que cubría su desfigurado rostro y que con tanta ansia aquel oscuro caballero deseaba tapar. La vulnerabilidad de la Muerte… (Continuará...)

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Mateo Blancas 1°BB

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