XIV: Delirios De Un Dios Capítulo III: Secretos De Estado
El dulce piar de los pajarillos que desde la gran ventana se oía con el especial comienzo de la mañana, me hizo, poco a poco, abandonar aquel utópico mundo en el que mi mente había desvariado desde el momento en que mi cuerpo, indigno por su suciedad, había tocado las pulcras almohadas de aquella posada. Hèlene aún continuaba en su sueño, pero a pesar de mi envidia, utilicé lo que mi voluntad aún adormecida y embelesada por el cálido y suave halo de luz que bañaba aquella apetecible cama, para, procurando no despertarla y despertarme a mí, asomarme al balconcito de varas plateadas que, decorado con flores de un color rojizo, hacía un contraste con el índigo color del cielo que mostraba. / No pude evitar sorprenderme a mí misma volviendo a mis ensoñaciones aún con los ojos abiertos. Aquel enternecedor aire me nublaba más la mente que me la abría. Mas aún así, fui capaz de hacerme paso por entre aquellos tentadores cúmulos rosas y discernir lo que había venido a buscar allí. Y cuando finalmente pude atrapar la responsabilidad que apartada (quizás demasiado) había dejado la noche anterior, y me rasqué los ojos para tratar de concentrarme, choqué de golpe con la realidad. Y ésta, por desgracia, no era ni mucho menos igual de cómoda que aquel sopor que aún me endormecía.
Salí escopetada por los pasillos de la habitación hasta que me paré, pensativa, y miré a mi alrededor, buscando algo que no encontraría. Ropa. Por supuesto, no había sobrevivido a las llamas del accidente y solo nos habíamos podido llevar la misma vestimenta que llevábamos puesta. La misma raída, sucia y ensangrentada que tendría que reutilizar, a pesar de todo, y con la que desafiaría a los mismísimos dioses del Olimpo. Pero antes, lo que quedaba de mi integridad, suplicaba por mantener algo de mi reputación intacta y, aunque ya solo fuese por respeto a aquella institución, asear algo mi aspecto. No iba a buscar más en aquella habitación, ya sabía que lo único que haría sería despertar a mi hermanastra, que, en su letargo, con nerviosismo había comenzado a moverse; en vez de eso, salí de la forma más silenciosa que pude de aquel hotelito y fui en busca del arroyo más cercano que pude encontrar. Quizás así, estaría algo más decente, no digna, pero sería suficiente como para dar una mejor impresión, a pesar de la que ya daría. Pues llegaba tarde…
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No muchos años antes, una mujer de cabellos dorados, no mucho mayor que yo, entraba por primera vez en las puertas de palacio. Una ilusión apasionada cruzaba sus suaves ojos apiñonados. Una ilusión que iluminada como cualquiera por la más cruelmente seductora de las mentiras, no tardaría en quedar apagada una vez saliese de aquel foco alimentado por la inocencia de su inmadurez. Aún así y mientras tanto, paseaba su dulce mirada por aquellos florestos parajes que adornaban las columnas de aquel sagrado lugar. Por supuesto, no era cómo se lo imaginaba. Quizás fuese por ese ensueño que antes mencioné o quizás fuese real y era tan bello como su percepción le imploraba que fuese, pero se vio atraída casi al instante. Bien era cierto que tendría que esforzarse si quería estar a la altura. Mas por aquello, no lo dudaría ni por un segundo. Pues todo eran ventajas. Tenían que serlo. No solo podría disfrutar de aquel hermoso lugar y conocer a aquellos seres que decían ser sus gobernadores, sino que también podría conseguir finalmente el dinero que necesitaba para permitirse un médico que pudiese atender a la enferma de su madre. Había empeorado últimamente, podía vérsele en el gesto preocupado que cruzaba su rostro aún joven, pero brutalmente herido por la responsabilidad que acarreaba. Y sabía que no tenía tiempo. Por eso se había arriesgado. Seguramente perdiese sus últimos momentos de lucidez antes de su caída en el delirio. Pero debía intentarlo. Ya había tenido suerte al ser aceptada sin experiencia, tan solo con un sueño. Eran eso y su ciega confianza en la vida y en el mundo, una esperanza que no perdería a pesar de todo lo que sucediese ni en su propia muerte; lo que le dieron la certeza de que sí, aquellos portones lo cambiarían todo. Y sí, después de todo, no estaba muy lejos de la verdad. Lo que nosabía y lo que no sabría yo, su hija, hasta mucho después, es hasta qué punto lo haría.
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Desde lo alto de aquella colina color esmeralda, limpia de la sordidez del vulgo, se alzaba imponente aquella mujer de mirada penetrante y gesto firme. Creo que jamás la olvidaré. De vez en cuando dirigía sus ojos al azafranado cielo de la mañana, con impaciencia y petulancia, pero no preocupación, como si mi tardanza fuese más que una ofensa a aquel lugar. Y no tardó en demostrarlo al verme. Su expresión era extraña, no sentía decepción, pues consideraba estar en un nivel mucho superior a mi altura, pero tampoco podía sentir repugnancia por su indiferencia. Era como de rabia llena de soberbia con un tono humilde por el hecho de ser una subordinada, cosa que no le permitía más. Y ahí estaba yo, alcanzando la cima, empapada aún de mi efímera ducha, pero sobre todo, muy fatigada. Al no haber logrado eliminar las manchas y ver cómo el caluroso amanecer atardecía, decidí optar por la única opción que me quedaba, correr. Pues si no lo hacía, aquel viaje y nuestro sueño, no harían más que hacerse pedazos. Ya daban igual la elegancia o la buena impresión que quisiese dar. Solo que allí siguiese, por mucho que su expresión me estremeciese, era ya un milagro. Sería suerte si decidía dirigirme la palabra. Por fortuna para mí, me equivoqué con su gesto. Estaba impaciente, sí, pero por estudiarme…
Me examinó durante unos instantes hasta el punto de hacerme sonrojar de la vergüenza y, una vez satisfecha, dejó que una media sonrisa socarrona rozase su rostro. Por un instante, pareció como si todo se parase. Estaba a punto de decidir mi destino y, a pesar de su sentencia inicial, con la que sabía que disfrutaría, ahora dudaba. Pareció como si recordase algo y entonces, bajó la cabeza y suspiró, con resignación. Tras eso, abrió la puerta del gran edificio y entró. Me quedéallí parada durante unos instantes. Mi corazón palpitaba con fuerza. Y ahora, ¿qué? Estaba claro que ya no había nada que pudiese hacer. La suerte estaba echada y, por lo que parecía, ya había perdido hasta la opción de estar en aquel sagrado lugar. Pero, aún así, no podía moverme. Estaba… paralizada. Todo, porque no podía llegar aquella tarde a casa y eliminar su ilusión. Jamás me lo perdonaría. Después de todo lo que había pasado para llegar yo y mi irresponsabilidad para arruinarle su última esperanza. No era capaz. Y fueron esa tenaz duda que me hizo mantenerme allí, pensativa, tratando de buscar una solución y, por supuesto, mi suerte, lo que hicieron que llegase entonces ella y se volviese a asomar con una mezcla de repulsión y confusión.
- -¿Vas a venir? - escupió con tosquedad-.
Mi rostro se iluminó, de pronto. No me lo esperaba. Pero supongo que malinterpreté desde el principio su inquietud. No me hacían un favor, pues me necesitaban. Y eso quería decir que, a pesar de todo, aún tenía una oportunidad de comerme el mundo. Cosa, que según fuese entrando poco a poco en palacio, se desvanecería. Además de todos aquellos sueños y aspiraciones que volvían a ver la luz después de aquellos oscuros días.
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Se quedó frente a la puerta, observándoles a ambos intercambiar sus primeras ideas sin escuchar lo que realmente decían en su cortés pero frío tanteo de terreno, pues su atención estaba, por una vez, erróneamente en sí mismo. Y estaba paralizado. Todo, porque estaba aterrado. Llevaba varios años en aquel oficio y ya había tratado en varias ocasiones con el rey. Estaba acostumbrado a ser menospreciado y sonreír con complacencia. Pero jamás había tratado con él. Una eminencia de las mismas Inglaterras. Sus enemigos en aquella guerra sin sentido por un pedazo de tierra alejado y muerto que no había traído más que pobreza a Francia. Y había oído cosas sobre él. Todos lo habían hecho. Se hablaba sobre su excelente astucia, liderazgo e inteligencia no solo en la batalla sino en el gobierno a pesar de su juventud. También, por supuesto, se hablaba, aunque con algo de escepticismo por sus más altas excelencias y, por supuesto, de sus enemigos, de su posible ascenso al trono en los próximos años. Mas no era eso lo que abrumaba. Era ese desafío a todo lo que su rey representaba, esa nueva imagen que, a pesar de no ser para Francia, era un símbolo para todos sus habitantes: era lo que aquel crío, elegante pero moderno, suponía, lo que le hacía cuestionarse su forma de comportarse. Se dejó caer al suelo, tratando de esconderse de aquella penetrante e imponente mirada que inquisitiva mas calmada comenzaba a lanzarle su rey. Sus manos le temblaban violentamente y sentía que el corazón estaba a punto de estallarle. Pero debía hacer algo. No podía quedarse ahí parado. No, después de lo que sabía. Y entonces se dio cuenta. Tenía un as en la manga. Se fue incorporando poco a poco, con valentía. A pesar de lo dolido que se sentía. A pesar de la traición de su propia mujer, la cocinera del rey y su compañera, al abandonarle, dejándole solo ante aquel disgusto, debía admitir que era sagaz.Porque, aunque fue incapaz de verlo en un inicio, le había dado la llave para salir de aquel aprieto e incluso ganarse un ascenso. Pues seguro que en cuanto el rey supiese lo que tenía que decirle, se mostraría muy favorable con él.
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Aquel pobre camarero que en nuestro relato se ha colado, no andaba muy equivocado en sus suposiciones acerca del misterioso emisario de Londres, quién por nombre tenía James Scott. Pues, sí, todas las anécdotas que sobre él sus infelices oídos habían tenido la mala suerte de escuchar eran ciertas. Era valeroso, inteligente, educado y fuerte, sobre todo, muy fuerte. O al menos, así era en la batalla. Todo lo que cabría esperar del futuro rey de una región. Mas lo que no sabía nuestro miserable amigo, era lo que había tras aquella fachada de príncipe azul. Tan solo unas semanas antes de partir a Versalles, se encontraba él en su lujosa habitación en palacio, disfrutando de otro suave amanecer más con una de las que quizás fuese la mejor vista de todo Buckingham, una a la que jamás se acostumbraría; cuando, de pronto y súbitamente, fue sorprendido por aquel a quien podía llamar con honor su padre. Su carácter, oscuro, cerrado y resentido, le hizo proteger con rapidez su privacidad con unas sábanas ante los ojos de Carlos y lanzarle, tras eso, una mirada furtiva, ofendida pero no sin el característico falso respeto que mantenía una próspera convivencia en la sociedad inglesa. Le examinó durante unos instantes, mientras el rey recuperaba el aliento. Su rostro, alto como siempre sobre aquel bordillo que tenía por barbilla, estaba flamantemente rojo y no era por la carrera. Pues por primera vez en lo que quizás fuese su vida, el rey estaba avergonzado. Por un momento se temió lo peor. Tenía que volver a Monmouth por alguna razón. Ese ducado que regía, pero que tanto detestaba. Ese regalo que a pesar de sacarle de la miseria, que infravaloraba por su arrogancia . Mas se veía que aquellos tres años en aquel paradisíaco lugar le habían malcriado.
- -¡Nos han descubierto! - exclamó una vez volvió a ser capaz de respirar -.
Y entonces chocó de pronto con la realidad. En sus ensoñaciones en las que rozaba con ternura esa corona que por derecho debía ser suya, casi había olvidado las fuerzas de sus opositores. Creía, por su bajeza, que jamás podrían destaparle de la forma que lo habían hecho y que su tenacidad tan solo era pasajera, que, al final, rendidos por el tiempo, le aceptarían como lo que era: el futuro rey de Inglaterra. Pero se veía, que, reacios de ello, quizás enamorados por el atractivo que aquella sabia y ya experimentada opción: su tío, proponía; o quizás por el miedo a que una figura joven como él lo era les reemplázase; habían seguido indagando.
- -¿Cómo? - preguntó el joven, henchida su alma en furia, mas su rostro, indiferente, tratando de mantener la compostura -.
- -¿Acaso importa? - repuso su padre con severidad - Lo saben y ahora tienes que irte. -.
Por un momento, las palabras que salían por su boca, cobraron sentido en su mente, y palideció por los recuerdos de una vida que, por suerte, jamás llegó a tener, pero, que ahora, si no conseguían arreglarlo, tendría. Solo pensar en aquella palabra por la que su nombre pasaría a ser recordado le repugnaba
- -¿Dónde? - escupió con frialdad -.
Carlos bajó la mirada. Sabía lo mucho que odiaba aquel lugar, a pesar del favor que había hecho en su día al llevarle allí. Por ello, por la ironía de la situación y por quizás el amor que aún sentía por aquel, su bastardo, quien había logrado mucho más que todos sus hijos legítimos juntos, se sentía avergonzado.
- -Por suerte, no estarás muy lejos de casa - susurró en un hilo de voz - Por desgracia… -.
- -Monmouth - completó sombrío - ¿verdad?-.
La sala quedó en silencio a pesar de la celeridad de la situación. Ahora venía la peor parte.
- -No, exactamente… - murmuró, dejando caer una lágrima, pues, sí, era rey, rey encima de Inglaterra, una de las mayores potencias de entonces, pero eso no quería decir que no tuviese sentimientos y, en aquel momento, era incapaz de mostrar la dureza necesaria para abandonarle -.
Quedó pensativo el joven por un instante, mientras poco a poco se incorporaba en su cama, hasta que se sorprendió a sí mismo encontrando la incógnita de aquella cuestión.
- -¿Pa- parís? ¿Los Crofts? - gruñó, aterrado de haber adivinado la respuesta -.
Por suerte para él, el rostro se le iluminó en vez de ensombrecérsele más, lo cual fue un alivio, pero lo que no sabía y lo que le hizo bajar la guardia durante unos instantes era lo que realmente odiaba y, que, al confesarle su padre su misión, pronto descubriría…
- -Estarás cerca de los Crofts, si es eso lo que te preocupa, me temo… Pero no residirás junto a ellos - sentenció, haciendo acopio de lo que quedaban de sus fuerzas tras esa pesadilla de mañana -.
Frunció el ceño. No lograba terminar de entenderlo.
- -¿Dónde, pues? - repitió, impacientándose, caprichoso como lo era para su posición -.
- -Versalles. - por su tono, se podía apreciar que, finalmente, aquel pobre hombre había logrado encontrar la valentía que en su interior residía y con la que, durante todos aquellos años había gobernado aquellas tierras - Al menos hasta que se arreglen las cosas por aquí… -.
Dejó escapar en su cara una media sonrisa con sorna.
- -¿Me llevas a la base, la mismísima guarida de nuestros enemigos? - preguntó perplejo, al darse cuenta de la sinceridad de sus palabras -.
El rey asintió con la cabeza a su pesar.
- -Es la única forma de volvernos a ganar su confianza - explicó -.
Se dejó caer en la cama, confuso. Aquello tenía que ser una pesadilla. Por desgracia, era muy real. Demasiado incluso…
- -¿Cómo? - suspiró con gravedad -.
Se acercó a él, cerrando, esta vez sí, la puerta y, escudriñando las sombras con preocupación, se sentó en la cama. Solo fue una vez se aseguró de que nadie estaba escuchándoles cuando osó, no sin poder contener al límite su emoción, su plan.
- -Ganando la guerra… - confesó y, entonces, se dejó llevar por las palabras -.
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Se acercó a él, quien con sobriedad, sujetaba aquella copa de vino mientras le estudiaba con una atención enmascarada por su expresión distraída. ¿Qué era lo que escondía aquel rostro de tez pálida, fuerte e inescrutable cual mazmorra? Debía de decir que jamás se había encontrado a un oponente tan extraordinario. Había tratado con todo tipo de reyes y nobles. Pero ninguno había logrado tener la “astucia” quizás de ocultar sus intenciones como él había hecho. Dudó por un instante. ¿De verás estaba tan seguro de que interrumpir de tal manera lo que seguramente fuese una negociación de paz le iba a garantizar un ascenso? No lo sabía. Solo podía esperar que la noticia que aquella misiva traía fuese mínimamente buena, suficiente como para evocar su pasividad, pues su mirada inquisitoria dejaba demostrarse desesperada, para transformarse en una exigente y furiosa absolución de pena…
- -Se- señor… - murmuró en lo que pareció ser el silbido del viento -.
Por suerte para él, el emisario de Londres, quien concentrado en sus ojos al igual que su oponente, estudiaba al que, quizás, esa misma noche se convertiría en uno de sus más poderosos aliados; lo pasó por alto. Si se hubiese dado cuenta de su presencia habría sido un error. No solo para él sino que también para la víctima de aquel mensaje. Y el rey, a quien aquello nunca se le pasaría por alto, lo sabía. Por lo que hizo ademán de atraerle a él con brusquedad y coger el papelito que sostenía entre sus manos nerviosas y sudorosas. Tras eso, masculló un sonoro “gracias” entre dientes y despidió al inoportuno camarero con desesperación por su indiscreción, cosa que, por fortuna, James tomó como muestra de la severidad característica del rey hacia la indignación de tan inútil sirviente. Pero no era así. Tan solo se trataba de una más de las máscaras del rey de Francia. Pues fue cuando la situación se logró normalizar y se pusieron las cartas sobre la mesa, cuando Luis confirmó lo que creía y su agradecimiento, tan cierto como su amor, se intensificó aún más. Ella había llegado al fin…
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Tras aquel largo día, ver bajo la dulce bruma que la oscuridad de la noche brindaba a las calles aún despiertas de Versalles aquella posada encantada era como un borroso sueño. Palacio no era como yo pensaba. Para nada. No era cómo aquellas historias de plebeyas y príncipes que hacían a gente como yo, seguir adelante en nuestros trabajos mecánicos cada día, cuales autómatas. Lo primero que había aprendido era que la discreción era clave para sobrevivir. No puedes sobresalir. Solamente cumplir. Si te dejas ver. Estás muerto. La segunda lección, la que seguramente habría aprendido por la fuerza si no hubiese sido por la compasión de aquella mujer a quien había tomado por mi enemiga desde el momento en que vi su sombrío rostro en lo alto de aquella colina, no se hubiese compadecido de mi inocencia, y, quizás, la más importante; era la jerarquía que reinaba en aquel lugar. Estás a merced de la corte y no al revés. Por eso, sea lo que sea lo que te pidan, siempre has de acatar. Eres el peón, no el rey. Y así será por el resto de los tiempos…
No podía evitar al repetirme aquello caer una vez más en lo cruel que era. Dejé que una lágrima se arrastrase por mis mejillas mientras yo hacía lo mismo en la cama. Había perdido tanto la noción del tiempo, ensimismada en mí misma, que no me había dado cuenta de su curiosa mirada. Sus ojos azulados brillaban con fuerza cuando, entregándome el papel que en sus pequeñas manos sostenía, me dijo:
- -Ha llegado una carta - su rostro, aunque, tímido, pues bajaba la cabeza, se mantuvo impasible mientras lo decía. -.
Tras eso, sin siquiera saludar, se marchó a la habitación contigua, donde se hallaba el baño. Me sentí por un instante atrapada. Entre dos picores de gran fuerza. El primero era la pregunta qué llevaba reconcomiéndome el alma desde que me había ido. Una pregunta que no podía responder. Su carácter era evasivo y no sabía porque. Pero claro y fue aquí donde vino la segunda pregunta y por la que tiró más la balanza: cuál era el contenido de aquella carta. Dirigí una breve mirada al cuartito en el que se había encerrado, apenada. Por supuesto que sabía que lo que estaba haciendo estaba mal. No podía evitar preocuparme por mi hermanastra. Pero aún así, ¿no me merecía yo un descanso tras tanto que asimilar? Así pues y aún sintiéndolo mucho, me dejé llevar por mis impulsos y leí la carta.
“Estimada señorita Des-Champs,
A su majestad le alegra que haya llegado con éxito a palacio. Está esperando con entusiasmo poder trabajar con usted y le desea el mayor de los éxitos en su empresa en esta institución. Es por ello por lo que se la requiere mañana sobre el alba en los aposentos del rey para una audiencia con Él. Sea puntual.”
Firmado una vez más en puño y letra por el mismísimo Luis XIV. Aquella carta me llenó de emoción. Tanto incluso que, tras ponerme bocabajo sobre el colchón para no alarmar a Hèlene, grité. Podría acostumbrarme a recibir cartas de su majestad regularmente, tengo que decirlo. Pero debía prepararme. No podía pensarlo más. Si lo hacía, ya no habría quién me despertase al día siguiente. Así que, casi olvidándome de mi hermana, con el corazón latiéndome a toda prisa, me acomodé en la cama y tratando de borrar mis sueños, soñé con mis esperanzas, cosa que acabaría siendo más dolorosa para mí al descubrir que aquel cuento de hadas no iba a ser más que la letal pesadilla que brindaría el golpe de gracia final en mi débil pecho…
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Quizás me distrajese más de lo que recuerdo, pero lo que sé, es que no tardaría mucho en conocer qué era aquello que mantenía en vilo a mi hermanastra. Pues sí, me había mentido. Al igual que todos lo habían hecho desde que había llegado y lo seguían haciendo cómo descubriría más tarde. Mas entendía sus motivos. No quería preocuparme. Jamás quiso hacerlo. Había tomado el rol de hermana mayor más de lo que yo lo haría nunca. Y eso la hizo priorizarme a mí. Por eso, aquella fatídica noche no me dijo nada de su herida. Tampoco es que yo hiciese mucho esfuerzo en darme cuenta del contrito gesto de su rostro. Estaba absorta en mis ensoñaciones y así seguiría, al menos hasta que se emborronase el idílico mundo en el que vivía. Pero tampoco lo dijo al despertarme. Ni siquiera quiso hacerlo. Por muy incómoda que estuviese a mi lado en aquella cama, se mantuvo quieta hasta que me fui. Fue entonces y sólo entonces, cuando empezó a tenerse en cuenta. Se metió en el baño tal y como había hecho entonces y trató de sacar la astilla que la hacía estremecerse en su interior. Pero era demasiado tarde. Por mucho que lo intentase, no salía. Solo podía agonizar entre lágrimas. No pediría ayuda. Nunca lo haría. Porque sabía que yo estaba demasiado ocupada tratando de levantar una familia en un sueño. Una ilusión que jamás llegaría a ser la fundación que necesitábamos para salir adelante. Una ilusión que logró cegarme hasta el punto de no ver que se me moría entre mis brazos…
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Mateo Blancas. 1BB